Todos hemos oído hablar de esas historias mágicas de pesca en lugares lejanos y exóticos. Y si bien mi primer viaje de pesca a Francia no fue una epopeya llena de capturas récord y emociones desbordantes, fue una experiencia inolvidable que me enseñó mucho sobre la pesca y la paciencia. Todo comenzó con una emoción que apenas podía contener en Zaragoza. La idea de pescar en tierras francesas nos tenía a mi mujer y a mí contando los días para emprender esta aventura. Con cañas, carretes y cebos en mano, emprendimos el viaje hacia el país vecino con la ilusión a flor de piel. Llegar a nuestro destino en Francia fue un desafío en sí mismo. Hubo carreteras sinuosas, señales en un idioma que apenas entendíamos, y algunas horas perdidas por el camino. Pero finalmente llegamos a nuestro rincón de pesca, y no podríamos estar más emocionados. La primera lección que aprendimos rápidamente es que la pesca es todo menos fácil. A pesar de la belleza del entorno y el apacible murmullo del agua, los peces no parecían dispuestos a saltar a nuestro anzuelo. Pasamos horas probando distintos cebos y posturas, compartiendo anécdotas y risas mientras esperábamos pacientemente. Fue entonces cuando, como por arte de magia, tuve la suerte de sacar la primera carpa típica francesa. La emoción que sentí en ese momento es indescriptible. A pesar de que no era una captura colosal, la belleza de esa carpa con sus tonos dorados y escamas relucientes hizo que mi corazón latiera con fuerza. Además de eso, mi mujer también logró sacar otra carpa común, y yo saqué una más. Ninguna de ellas era de gran tamaño, pero para nosotros, eran tesoros. A medida que avanzaba el día, y a pesar de nuestros esfuerzos, no tuvimos más capturas. La pesca demostró ser un desafío que no podíamos subestimar. Nos volvimos a Zaragoza un poco tristes, pero con la satisfacción de haber vivido una experiencia única. No puedo afirmar que esta haya sido la mejor salida de pesca de mi vida, sería una mentira, pero definitivamente fue una de las más memorables.